Quien siega sobre un tractor no parece justo que se
ría de la poca producción de quien dobla la espalda con una hoz; que encima al
atardecer, al llegar a la era y comparar el que han hecho uno y otro, se acuse
al de la hoz de poco laborioso, es tener muy mala hostia.
Poco menos hacemos cuando comparamos la renta
generada por hora trabajada, en uno y otro país o territorio, y equivocadamente
lo denominamos productividad; por cuanto ésta es la cantidad de producto
obtenido respecto al capital empleado —stock de ingenios y de infraestructuras,
organización social y, sobre todo, nivel general de conocimiento.
Cultura a parte, la historia de cada territorio supone
una herencia colectiva, un patrimonio productivo más decisivo que los recursos
naturales que pueda tener, incluso si se trata de petróleo; un patrimonio que
acaba determinando la productividad mucho más que no lo hace ningún tipo de laboriosidad
de sus habitantes.
Historia colectiva y empresas colectivas, por
cuanto las privadas, sometidas a competencia, si bien pueden ser excelentes a
la hora de poner en valor el patrimonio común, no pueden generarlo: aquello que
genera externalidades positivas que no pueden apropiarse, no lo hacen; y es
precisamente la suma de externalidades positivas lo que conforma el patrimonio
colectivo. No tendrían los EE.UU. el liderazgo tecnológico que tienen, sin el
ingente presupuesto del Pentágono en I+D, de donde procede desde el GPS hasta
el “ratón” de los ordenadores; ni tampoco podrían exportar flores y tomates los
holandeses sin el suelo que le han ganado al mar y sedimentan vía actividad
agraria. A sensu contrario, la escasa productividad griega hay que buscarla en
la inmensa propiedad del suelo que tiene todavía hoy en día la iglesia ortodoxa,
como la andaluza se encuentra detrás de los latifundios.
A los griegos los falta un Mendizábal que lleve a
cabo una desamortización del suelo, y les falta, como a nosotros, una
revolución burguesa y una industrial completas. No deja de ser curioso que el
abortamiento de la nuestra se debiera, en buena medida, a la colaboración
alemana; y el de la griega, a la complicidad de ingleses y americanos con la
Junta de coroneles que la frustró.
Y lo que pasa cuando se integran Historias y
patrimonios colectivos tanto diferentes ya está visto: superávit comercial y
créditos a favor de los territorios con mayor patrimonio y renta, es decir, con
mayor productividad; y déficits comerciales y deudas exteriores quienes menor.
Y como consecuencia, un colosal flujo migratorio compensatorio.
Siempre ha sido así: la más productiva ciudad
industrial vaciando el campo, las del Norte y Este de España vaciando las del
sur peninsular, las del Norte Italiano las de su sur, las alemanas Occidentales
las Orientales... Sólo las fronteras lingüísticas ponen hoy día un freno a un
mayor movimiento de personas hacia el Norte; y sólo estas fronteras mantendrán
todavía vivas aquí actividades marginales, esto es aquellas que, incapaces de
lograr la productividad del Norte vía patrimonio productivo, prueben a
compensarlo pagando salarios de miseria: no otra cosa fue la burbuja
inmobiliaria, el último intento de rehuir la realidad, por cuanto las casas no
podíamos importarlas de fuera.
Hace pocos días comía con mi sucesor en una empresa
de consultoría: de doscientos cincuenta ingenieros de plantilla, este año ha
visto marchar cincuenta hacia el Norte, donde pasan a cobrar el doble el día
siguiente. Nuestros salarios más bajos no atraen a nadie, ni a empleados ni a empleadores;
¿hay que decir una vez más que el parámetro decisorio es la productividad, y no
el coste de la mano de obra? ¿Que la productividad es un factor sistémico, de
un país, un territorio o, a veces, de un solo ente metropolitano?
El Sur italiano no se rehízo nunca dentro de la
Italia garibaldina: ¿lo conseguirá algún día este Sur de Europa que hoy somos
más que nunca antes?
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