No hay cultura del esfuerzo
que valga: la racionalidad que caracteriza al hombre le hace buscar siempre la
solución que demanda el esfuerzo mínimo. Otra cosa es la obsesión por los
resultados: esta me temo que sí es cultural.
La gran contradicción es establecer
una cultura que prima los resultados, no importa cómo se obtengan, y al tiempo
quejarnos porque la juventud ha “perdido” la cultura del esfuerzo que, supuestamente,
tenían nuestros antepasados: se esforzaban si hacía falta, y ciertamente podía hacer
más falta antes que ahora; pero desde que bajamos del árbol que buscamos minimizar
el esfuerzo!
De hecho la innovación, ese
proceso de generación de nuevas formas de hacer, nunca triunfa si no supone un menor
esfuerzo para quienes la adoptan. Buscar como minimizar el esfuerzo de los otros
es la mejor, acaso la única manera de innovar.
Por eso, pretender
inocular cultura del esfuerzo es inútil: gastar más del necesario, para un resultado dado, iría contra la inteligencia
del “homo sapiens”. En cambio, sí que me parece posible y necesario inocular
una cultura del placer con aquello que se hace, opuesta al tramposo placer de los
resultados que obtengas: siempre una zanahoria ante las narices mientras
malgastas el tiempo que le destinas. ¡Pero si no tenemos nada más que tiempo,
si éste es la única materia de nuestra vida!
No hace cimas el alpinista,
ni millas el corredor de fondo, por cultura del esfuerzo sino por el gozo de hacerlo ¡Ese es
el secreto!
La obsesión por los
resultados no deja de ser en todo similar al cielo después de muertos con el que todas las curias — romanas,
comunistas y capitalistas—, nos cambian hoy por mañana.
—¿Cuándo comeremos el pan de hoy, padre?—pregunta el hijo
sorprendido de ver la barra del día
intacta mientras roen la de la vigilia.
—Mañana, hijo mío, mañana.
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